Por razones que nunca entendí de
niña, mis padres siempre veraneaban en julio. Tras días de playa, baños, sol, balones
de Nivea, colas en el locutorio para hablar con los abuelos cuando no podíamos
imaginarnos el invento de los teléfonos móviles, excursiones en el barquito que
recorría la ría de Punta Umbría, helados en Las Palmeras, patatas fritas de Los
Rosales devoradas en la arena y refrescos de naranja cargados en neveras
azules… llegaba el momento de enfrentarse al tórrido y pesado mes de agosto.
Cuando todas mis amigas y
compañeras de clase emigraban a las playas, y si no había más remedio al
pueblo –cuánto envidié no tener un pueblo--, yo me quedaba en la mera
compañía de mi hermano, mis padres y abuelo en un piso de barrio de Sevilla.
Agosto era calor, calles vacías y
siestas. Me aficioné a la lectura en esas tardes de interminables siestas en
las que no había otra cosa que hacer que dormir o leer. De aquellas lecturas de
horas y horas frente al ventilador guardo la costumbre de reservar para los
veranos un gran tocho: La Regenta, Rojo y Negro, La montaña mágica, El jinete
polaco… Son libros para disfrutar en tardes sin prisa, sin el gancho de
best-sellers que se consumen tan rápido como se olvidan.
Agosto era madrugar porque era la
única manera de respirar algo de fresco antes de que hiciera presencia la
canícula. Eran mañanas de mercado cuando acudir al mercado no tenía un ápice de
fetichismo snob sino el día a día de las amas de casa. “Un paseo en balde,
porque todo el pescado se queda ahora en las playas”, repetía como una obligada
cantinela mi madre calle San Jacinto arriba en busca del Altozano y la plaza de
Triana, la de antes de la remodelación, el parking a 0,03 el minuto y el centro
de interpretación.
Descubrí la Sevilla sin
sevillanos no por la manida cita del poeta sino por los paseos “para entretener
a la niña” con mi abuelo Antonio. Presumía de conocer el callejero mejor que
los taxistas. Si hoy reconozco cada uno de los conventos, iglesias, placas
conmemorativas y atajos del casco antiguo es por aquellas caminatas en los que solo
veíamos turistas colorados y cargados de botellas de agua a los que una oferta
de noche de hotel barata les engatusó para atraerlos en el peor mes posible
para vender la ‘marca Sevilla’.
El único oasis en ese páramo de
hastío y aburrimiento era el cine de verano: el bocadillo de tortilla, el
refresco en el ambigú y una rebequita que aunque pareciera imposible siempre te
acababas poniendo.
Rezaba para que llegara
septiembre. Soñaba con el anuncio de la Vuelta al cole y los días más cortos.
Odiaba los pantalones cortos, la octava reposición de Verano Azul, y las
zapatillas Victoria que ahora vende Privalia al precio de unos Manolo Blahnik.
Ahora, por razones que mis hijos
no comprenderán, suelo veranear en julio.
Me queda todo agosto por delante.