¡Qué sano sería si los padres
tuviéramos la oportunidad de escuchar las tonterías que hablamos de nuestros
hijos!
Este razonamiento nace de una
conversación mantenida hace días con la mamá de la compañera de natación de mi
hijo. Su niña es taaaaan lista, taaaaan buena, taaaaaan espabilada entre todos
los niños de su clase y taaaaaan adelantada… que “hasta nació con dos
dientes!!!”.
Si hubiera estado presente mi
comadre, le habría dado una explicación médico-científica de taaaaan
‘sobrenatural’ fenómeno. Como estaba yo sola, decidí callarme muy prudentemente
y tomar nota mental. Y proponerme un decálogo para la educación de mis hijos.
No quiero que sean bilingües a
los tres años; me gusta su lenguaje de trabalenguas infantiles.
No quiero que necesiten un cuarto
de juegos; quiero que su espacio sea el patio, la calle -y poder darles una voz
desde la ventana para que suban a por la merienda-.
Quiero que aborrezcan las
espinacas y los guisantes (aunque me queje después a su pediatra).
Quiero rodillas desolladas,
leotardos con agujeros y manchas de chocolate que no salen.
Quiero que sean desobedientes,
quiero reñirles.
Quiero castigarles con
‘tras-tras’ y un cate en el culo, no con ‘ir a pensar’ (¿Qué piensan los niños
de dos años?).
Quiero seguir manejando el móvil
y el ordenador mejor que ellos.
No quiero un Messi en potencia;
quiero que se diviertan dándole patadas a una lata de Coca Cola.
Quiero... que sean niños.