miércoles, 14 de agosto de 2013

Agosto



Por razones que nunca entendí de niña, mis padres siempre veraneaban en julio. Tras días de playa, baños, sol, balones de Nivea, colas en el locutorio para hablar con los abuelos cuando no podíamos imaginarnos el invento de los teléfonos móviles, excursiones en el barquito que recorría la ría de Punta Umbría, helados en Las Palmeras, patatas fritas de Los Rosales devoradas en la arena y refrescos de naranja cargados en neveras azules… llegaba el momento de enfrentarse al tórrido y pesado mes de agosto.

Cuando todas mis amigas y compañeras de clase emigraban a las playas, y si no había más remedio al pueblo –cuánto envidié no tener un pueblo--, yo me quedaba en la mera compañía de mi hermano, mis padres y abuelo en un piso de barrio de Sevilla.

Agosto era calor, calles vacías y siestas. Me aficioné a la lectura en esas tardes de interminables siestas en las que no había otra cosa que hacer que dormir o leer. De aquellas lecturas de horas y horas frente al ventilador guardo la costumbre de reservar para los veranos un gran tocho: La Regenta, Rojo y Negro, La montaña mágica, El jinete polaco… Son libros para disfrutar en tardes sin prisa, sin el gancho de best-sellers que se consumen tan rápido como se olvidan.

Agosto era madrugar porque era la única manera de respirar algo de fresco antes de que hiciera presencia la canícula. Eran mañanas de mercado cuando acudir al mercado no tenía un ápice de fetichismo snob sino el día a día de las amas de casa. “Un paseo en balde, porque todo el pescado se queda ahora en las playas”, repetía como una obligada cantinela mi madre calle San Jacinto arriba en busca del Altozano y la plaza de Triana, la de antes de la remodelación, el parking a 0,03 el minuto y el centro de interpretación.

Descubrí la Sevilla sin sevillanos no por la manida cita del poeta sino por los paseos “para entretener a la niña” con mi abuelo Antonio. Presumía de conocer el callejero mejor que los taxistas. Si hoy reconozco cada uno de los conventos, iglesias, placas conmemorativas y atajos del casco antiguo es por aquellas caminatas en los que solo veíamos turistas colorados y cargados de botellas de agua a los que una oferta de noche de hotel barata les engatusó para atraerlos en el peor mes posible para vender la ‘marca Sevilla’.

El único oasis en ese páramo de hastío y aburrimiento era el cine de verano: el bocadillo de tortilla, el refresco en el ambigú y una rebequita que aunque pareciera imposible siempre te acababas poniendo.

Rezaba para que llegara septiembre. Soñaba con el anuncio de la Vuelta al cole y los días más cortos. Odiaba los pantalones cortos, la octava reposición de Verano Azul, y las zapatillas Victoria que ahora vende Privalia al precio de unos Manolo Blahnik.

Ahora, por razones que mis hijos no comprenderán, suelo veranear en julio. 

Me queda todo agosto por delante.



jueves, 4 de julio de 2013

Patadas a una lata de Coca-Cola



¡Qué sano sería si los padres tuviéramos la oportunidad de escuchar las tonterías que hablamos de nuestros hijos!

Este razonamiento nace de una conversación mantenida hace días con la mamá de la compañera de natación de mi hijo. Su niña es taaaaan lista, taaaaan buena, taaaaaan espabilada entre todos los niños de su clase y taaaaaan adelantada… que “hasta nació con dos dientes!!!”.

Si hubiera estado presente mi comadre, le habría dado una explicación médico-científica de taaaaan ‘sobrenatural’ fenómeno. Como estaba yo sola, decidí callarme muy prudentemente y tomar nota mental. Y proponerme un decálogo para la educación de mis hijos.

    No quiero que naden diez largos de la piscina olímpica; quiero que si se caen al agua sepan mantenerse y no se ahoguen.

   No quiero que sean bilingües a los tres años; me gusta su lenguaje de trabalenguas infantiles.

   No quiero que necesiten un cuarto de juegos; quiero que su espacio sea el patio, la calle -y poder darles una voz desde la ventana para que suban a por la merienda-.

   Quiero que aborrezcan las espinacas y los guisantes (aunque me queje después a su pediatra).

   Quiero rodillas desolladas, leotardos con agujeros y manchas de chocolate que no salen.

   Quiero que sean desobedientes, quiero reñirles.

   Quiero castigarles con ‘tras-tras’ y un cate en el culo, no con ‘ir a pensar’ (¿Qué piensan los niños de dos años?).

   Quiero seguir manejando el móvil y el ordenador mejor que ellos.

   No quiero un Messi en potencia; quiero que se diviertan dándole patadas a una lata de Coca Cola.

Quiero... que sean niños.

viernes, 28 de junio de 2013

Un trabajo como Dios manda



Mi marido ha encontrado trabajo. Un trabajo como Dios manda.
Les reproduzco a continuación nuestra conversación cuando me dio la feliz noticia.

ÉL: -“Me han llamado y me han dicho que sí, que soy el seleccionado, el lunes empiezo”.
YO: - “¡¡Bien!! Cuánto me alegro. Cuéntame”.
ÉL: -“Por fin un trabajo como Dios manda”.
YO: -“¿Te ponen coche?”
ÉL: -“No”
YO: -“¿Te adelantan las comisiones?”
ÉL: -“No”
YO: -“¿Te pagan dietas y kilometraje?”
ÉL: -“Me han dicho que ya veremos”
YO: -“¿Y del ipad, teléfono y otras herramientas?”
ÉL: -“Más adelante”.
YO: -“Pues cariño… no sé...”
EL: -“Me dan de ALTA”
YO: -“Oleeeee!!!!”

Más allá de la sátira exagerada, les aseguro que el asunto no tiene la míninma gracia. 

Durante año y medio, mi marido ha estado en búsqueda de empleo, que no desempleado. Para que se hagan una idea, mientras que yo estaba en la cama del hospital recién parida de nuestro segundo hijo, él acudía a una entrevista de trabajo de una empresa ‘líder en su sector’ en la que finalmente resultó que le ofrecían un fijo de 300 euros.

Durante año y medio ha tenido que escuchar las más increíbles condiciones de empleo de mano de unos empresarios que saben perfectamente hasta qué punto pueden aprovecharse de la situación en la que se encuentran muchas familias. La más común: “tú empieza a trabajar, sigue cobrando tu paro y en unos meses hablamos”. No les incomoda que el asalariado en cuestión tenga que pasar toda su jornada en carretera, o que el trabajo conlleve cualquier otro riesgo laboral. Y eso que no hablamos de las condiciones de pago, lo que daría para tres posts más.

Lo peor de todo: hay quien no tiene más remedio y entra por el aro.

Algo debería hacerse desde los poderes públicos para perseguir y castigar con rotundidad esta situación de fraude en la contratación que se está llevando por delante los derechos laborales más esenciales. Si la Inspectoría de Trabajo destinara a unos cuantos de sus funcionarios a las entrevistas de selección de personal ya vería qué sorpresas. Algo así como el ‘mystery guest’, esa técnica anglosajona en la que un infiltrado de la compañía estudia el funcionamiento de la empresa actuando como un cliente anónimo.

Entretanto sigan poniendo velitas a San Judas Tadeo para que sus maridos, hermanas y amigos encuentren un trabajo en el que coticen y tengan reconocidos sus derechos laborales, un trabajo como Dios manda.

martes, 18 de junio de 2013

Yo también quiero ser europea



Hoy debería reincorporarme al trabajo tras mi baja maternal. Han pasado las 16 semanas que me corresponden por ley desde que nació mi segundo hijo y hoy debería volver a mi rutina laboral. No será así porque, como muchas otras madres, he sumado mis días de lactancia y permisos por vacaciones para retrasar un poquito el destete físico y emocional de mi pequeño.

Mi hijo apenas tiene tres meses y medio. No ingiere sólidos, no fabrica anticuerpos y apenas distingue el día de la noche. Y aún así debería buscar una guardería, o contratar a alguien que lo cuidara, o abusar de la generosidad de mi madre y echarle una –otra más- carga encima.

Cuando se aborda el tema de la duración de la baja maternal en España siempre se redunda en los inconvenientes para el niño. Pero déjenme que les hable de la madre.

Todos alaban los beneficios que acarrea la lactancia materna, yo soy una firme defensora de ella. Pero pocos se acuerdan del desgaste físico que conlleva para la madre, del cansancio y la falta de sueño.

Yo creo que la baja por maternidad la ideó un hombre. Sí, el primer día que su mujer le dijo que había dormido cinco horas seguidas, él le respondió que ya era hora de que volviera a trabajar. (No les miento, la semana pasada por fin conseguí empalmar cinco horas de sueño durante tres noches seguidas por vez primera en muchos meses).

La recuperación post-parto, el desequilibrio hormonal, la adaptación de los hermanos al nuevo miembro de la familia…son otras de las perlas que ya se suponen superadas y que “perfectamente”, según los expertos –la mayoría de ellos hombres claro, si no, no se entiende-, se pueden compatibilizar con ocho horas de trabajo.

Y no olviden la presión social que la vuelta a la vida laboral conlleva para las mujeres. -“¿No te planteas una excedencia?”. Claro que sí, ya me gustaría, pero mi cuenta bancaria no opina lo mismo. -¿“Lo vas a meter en una guardería, con la de virus que hay en ellas?”. Y la de bichos que yo me cruzo todos los días y sobrevivo. -“Tu pobre madre, se tiene el cielo ganado”. ¡Ahí sí que llevan razón!

No voy a recurrir a los plazos que disfrutan otras mujeres de otros puntos de Europa para la crianza de sus bebés. No voy a quejarme de las recomendaciones de la OMS sobre lactancia infantil ni del último informe de la Sociedad de Pediatría que aconseja no meter a los niños en guarderías hasta los dos años.

Pero sí voy a lamentarme de que cuestiones como ésta estén completamente excluidas de la agenda de nuestros gobernantes por 'la que está cayendo’. Conciliación, baja maternal, permisos especiales… son conceptos que ni por asomo aparecerán en un Consejo de Ministro ni en el borrador de la próxima Reforma Laboral. No quiero mendigar vacaciones ni horas de lactancia, quiero unos derechos sólidos y acordes con esa Europa que tan de cabeza me trae para otras cosas.

Aún así, siempre habrá quien me recuerde que todavía soy afortunada por tener un sitio al que volver. Y lleva razón.



La eurodiputada Licia Ronzulli, quien en 2010 acudió al Parlamento Europeo a votar con su bebé en brazos.

lunes, 17 de junio de 2013

Teatro por caridad



El pasado miércoles acudí al Teatro Lope de Vega para disfrutar del último montaje de la compañía La Cubana, ‘Campanadas de boda’. Fiel al estilo del veterano grupo catalán, el espectáculo es una eclosión de ingenio, crítica, buen humor, sorpresas y teatro, mucho teatro.

Podría sorprender el hecho de que el aforo estuviera al completo tratándose de un día laborable y con una entrada al nada desdeñable precio de 35 euros (aunque créanme, lo vale).

Puede que sea la reputación de la compañía, el boca a oreja, la buena relación con el público sevillano o una constelación de los astros, pero el caso es que llevan llenando el Lope de Vega -800 butacas- desde el día 6 de junio y así se prevé que continúe hasta el 23 de este mismo mes. ¡Menuda alegría!

Mientras tanto, estos días leía en la prensa que el Festival Circada se sumaba a una curiosa iniciativa: ‘Pay after show’. Ésta consiste en que una vez que el espectador ha disfrutado de la obra contribuye con “una aportación voluntaria” al final de la misma. Dicen que es para implicar al espectador, para buscar su compromiso… Sinceramente, a mí esto me recuerda a lo de pasar la gorra o el plato y pedir una ayudita ‘por caridad’. Cuando acuden a un restaurante abonan su cuenta aunque no les haya gustado la comida, ¿verdad? Con no volver tienen suficiente. Pues, ¿por qué en la asistencia a un espectáculo debe ser distinto? El trabajo hecho está.

El actual modelo de producción cultural, sustentado en su mayoría en las subvenciones de los poderes públicos, necesita una revisión sin duda. Se acabó la subvención a fondo perdido sin control de la calidad o la exhibición del espectáculo en cuestión. En Andalucía tenemos maravillosos teatros y espacios culturales vacíos de programación por el riesgo para las compañías privadas de producir obras que se pueden llevar por delante los ahorros de una vida por la falta de cultura de pagar por la Cultura.

Pero un punto intermedio tiene que haber. No me resisto a que el teatro, y la creación cultural por ende, se mimetice de la actual situación económica que está ahogando a la clase media. Espectáculos con su postín en taquilla, sí, sobre todo aquellos que lo valen; pero por Dios, que no volvamos a una moneda ‘por caridad’. En cultura, NO.

Imagen de la entrada del Teatro Lope de Vega.

viernes, 14 de junio de 2013

Cuando las abuelas regalaban peleles



Ayer acudí al centro de salud para vacunar a mi hijo pequeño. Mientras aguardaba en la sala de espera con otras madres, una abuela que mecía a su nieta en brazos me comentó: “Venimos a ponerle a mi nieta la prevenar. Se la he regalado yo”.

La expresión me causó sonrojo: “la vacuna se la he regalado yo”.

Para los profanos en vacunas infantiles, debo aclarar que existen dos tipos de vacunas: las que incluye el calendario oficial de la Consejería de Salud –que son cien por cien gratuitas- y otras optativas cuya administración se deja al arbitrio -y al bolsillo- de los padres. Ésta en concreto, a razón de 76 euros la dosis, y son cuatro en total.

La señora, sin necesidad de que yo le preguntara, me explicó que su hija se había quedado parada, que su yerno cobraba la ayuda de los 400 euros y que la que tenía en sus brazos era la tercera vástago de la familia. “Así que la vacuna se la regalo yo”, apostilló.

Es en situaciones como ésta en las que verdaderamente se cae en la cuenta de cómo hemos cambiado. Son historia los regalos caros de vigila-bebés con cámara de vídeo incorporada o el termómetro ultrarrápido digital. Yo misma, a mis amigas que han sido madres recientemente, las he obsequiado con productos de higiene de farmacia o cajas de pañales.

A fin de cuentas, un niño solo necesita estar comido, limpio, vestido, cuidado y querido. Y sano.

Pero es inevitable que sigamos acordándonos de aquellos tiempos en los que las abuelas regalaban peleles a sus nietos.


Historias de plumilla



Hoy estreno blog.

Es una asignatura pendiente que llevo demorando tras mil excusas.

Comienzo esta bitácora no por la necesidad que tenemos los periodistas del siglo XXI de incluir en tu pie de firma el perfil de Twitter, la página de Facebook y la dirección web. Ni siquiera por esa recomendación que mantienen todos los gurús de la comunicación de construir la llamada ‘identidad digital’: o apareces en la web o no eres nadie; suficiente tengo con recomponer la personal y avanzar en la profesional cada mañana.

Arranco esta aventura porque echo de menos la página en blanco y el cursor parpadeando. Necesito expresarme y 140 caracteres se me quedan cortos.

Si quieren seguirme, no esperen sesudas reflexiones ni proclamas ideológicas o peroratas pseudos-políticas. Este blog contendrá las reflexiones de a pie de calle de una plumilla, que es como me ha gustado siempre definir la profesión de los que formamos la muy antigua, canalla y siempre en la cuerda floja cofradía periodística.

Ruego perdonen mis carencias de estilo de estos números cero; prometo ir corrigiéndolos en cuanto empecemos a andar.

Confío en que les interesen mis posts, o al menos no les aburran demasiado. A fin de cuentas, sólo son las historias de una plumilla.